Este domingo de las Palmas está formado por dos frases. La primera es “Hosanna” que fue dicho al inicio de la Misa. “Hosanna el Hijo de David”. Bendito quien viene en el nombre del Señor. La segunda frase es “Crucifícalo”, esta frase fue gritada por los judíos delante de Poncio Pilatos. Hosanna y Crucifícalo. Estas dos expresiones, a una primera vista, podrían parecer opuestas. Sin embargo, a los ojos de la fe, no son opuestas sino que se complementan.
Cristo entró montado en un burro a Jerusalén. Todos los alababan y adulaban. Sin embargo, Cristo, libremente renunció a todas esas alabanzas y adulaciones, y se subió al trono de la Cruz. La Cruz es un signo de humillación e ignominia en contraste con las palmas que representan gloria y honor. Sin embargo, a través de del glorioso Árbol de la Cruz se cumplió la promesa de Salvación. Gracias a la Cruz, Dios perdonó a los hombres sus pecados y se dio inicio al reino mesiánico que no tendrá fin ni acabará jamás.
Queridos hermanos, jamás podremos entender la Semana Santa y la Pascua si no reconocemos en ella algo más que un evento histórico. La Semana Santa y la Pascua son más que un evento histórico, podemos decir que son una historia viviente que nos invita a meternos dentro de ella y a vernos completamente reflejados.
Cuando David cometió adulterio con Betsabé, esta quedó embarazada. Luego, el Rey mata a su marido Urías injustamente y se casa con ella (ustedes conocen la historia, no hace falta detenerse mucho). David cometió un doble crimen: adulterio y homicidio. Dios manda al profeta Natán para amonestarlo y hacerle entender a David que si no se arrepiente de lo que hizo, será castigado severamente. Natán, cuando está delante del rey, le cuenta la historia de dos hombres: un que era muy rico y tenía muchas ovejas y ganado. El otro solo tenía una oveja a la cual había criado y era para él como una hija. Cuando el hombre rico tuvo que recibir en su casa a un huésped, en vez de matar una oveja de su ganado, mata la única oveja de este hombre pobre dejándolo sin nada. Ahí termina la parábola contada por el profeta Natán. El rey David se enoja y dice: “!El hombre que hizo esto debe morir! Deberá pagar 4 veces más el daño que hizo”. Es ahí cuando el profeta Natán le dice: “Tu eres ese hombre”. Y lo regaña por el pecado cometido.
Cuando nosotros leemos la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, quizás permanezcamos indignados con los personajes como Judas, Poncio Pilatos, el Apóstol San Pedro, Herodes, los soldados romanos y demás personajes que crucificaron al Señor. Sin embargo, Dios nos responde con las mismas palabras que usó el profeta Natán para responderle a David: “Tu eres ese hombre”. Tu, yo, él, ella, nosotros, vosotros, ellos, todos nosotros somos ese hombre. Todos nosotros, hombres pecadores, somos Judas, somos Pedro (cuando no era Santo), somos Poncio Pilatos, somos los soldados romanos, todos nosotros crucificamos al Señor porque Cristo subió a la cruz gracias a nuestros pecados. Cada vez que hemos mentido, Cristo murió en la cruz por cada una de nuestras mentiras. Cada vez que un hombre traiciona a su mujer, cada vez que alguien no es capaz de perdonar, cada vez que un hombre roba, mata, falta a la Misa el Domingo, no se confiesa, no reza, no perdona ni busca la santidad, cada vez que un hombre peca y no se arrepiente ni se acerca al Sacramento de la confesión, cada vez que un hombre peca en cualquier modo posible se convierte en Judas, Pilatos, Pedro o los soldados romanos. “Tú eres ese hombre” nos dice Dios a nosotros. Cuando escuchamos la historia de Judas, de Pilatos, de Pedro o de los soldados romanos, escuchamos nuestra historia.
Pero nosotros no solamente somos Poncio Pilatos, Judas, Herodes o los soldados Romanos. También debemos vernos reflejados en María Magdalena, Simón de Cirene, el Centurión Romano. Dios también nos dice, “Tu eres ese hombre”. Nosotros somos también María Magdalena, a quien el Señor perdonó todos sus pecados diciéndole: “Yo tampoco te condeno. Vete y de ahora en más no peques más”. En la figura de María Magdalena el Señor nos dice que cada vez que pecamos debemos arrepentirnos, confesarnos y hacer el propósito de no pecar más (recordemos que el tiempo de cuaresma y sobre todo la semana santa es un tiempo propicio para acercarse al Sacramento de la confesión). Somos también Simón de Cirene, el cual ayudamos al Señor a cargar su cruz. Todas las veces que sufrimos alguna dificultad en nuestra vida y ofrecemos nuestros dolores, ayudamos al Señor a cargar su cruz porque nos unimos a su Pasión, como lo hizo Simón de Cirene, y el Señor no dejará de recompensar nuestra generosidad, como recompensó a Simón de Cirene dándole el don de la fe y convirtiéndolo a él y a toda su familia al cristianismo. Somos también Juan Evangelista, a quien el Señor donó como Madre a su propia Madre, la Santísima Virgen María. Somos también el Centurión Romano, que proclama a Jesús como el Verdadero Hijo de Dios y se arrepiente de sus pecados.
Para finalizar, hay que decir que Dios Padre nos dice a cada uno de nosotros, señalando la cruz de su Hijo: “Tu eres ese hombre”. ¡Esto significa que cada uno de nosotros somos otros cristos y esta es una realidad increíble! Nosotros, pecadores miserables, somos otros cristos. En nosotros se cumplen los dos gritos de los cuales hemos hablado al inicio de la Misa. En nosotros se cumple el grito que dice: “Hosanna el Hijo de David, Bendito el que viene en nombre del Señor”. Somos benditos hijos de Dios, porque siendo pecadores, Jesucristo con su sangre nos purificó y lavó todos nuestros pecados, reconciliándonos con el Padre. Y también en nosotros, se cumple el grito de la multitud delante de Pilatos: “Crucifícalo”. Jesucristo ha dicho que quien quiera ser su discípulo debe cargar su cruz y seguirlo. Como Jesucristo ha subido a la cruz para salvarnos y redimirnos de nuestros pecados, nosotros también debemos subir a la cruz. Debemos morir a nosotros mismos, a nuestro egoísmo, a nuestros deseos. Como Cristo ofreció sus sufrimientos para la redención del género humano, nosotros debemos ofrecerle a Dios los nuestros. Nuestros sufrimientos pueden ser una enfermedad, un trabajo, nuestro propio carácter, la enfermedad de un familiar, etc, etc. Debemos ofrecérselos al Señor, sabiendo que quien muere con Cristo resucitará también junto con Él. Luego de la muerte en Cruz viene la resurrección. Si nosotros ofrecemos al Señor nuestras cruces y dolores, el Señor nos recompensará, quizás en esta vida, pero por sobre todas las cosas, en la vida eterna dándonos la Gloria de los hijos de Dios, que es el paraíso.
Nosotros en este momento estamos participando de la Santa Misa, que es nada más y nada menos que el Santo Sacrificio de Cristo en la cruz. Por eso, en esta Santa Eucaristía pidámosle a la Santísima Virgen María, Madre de Cristo Crucificado, la gracia de unirnos a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, unir nuestros dolores y sufrimientos a los suyos, sabiendo que quien muere con Cristo resucita también con Él y quien sufre con el Señor gozará eternamente en los cielos con Él.