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Hace 53 días los apóstoles estaban reunidos en el cenáculo. Jesucristo les lavó los pies (que era lo que hacían los esclavos con los señores) y les enseñó que si el maestro venía a servir y no a ser servido, lo mismo debían hacer ellos. El Señor también rezó al Padre por cada uno de sus discípulos, pidiendo que sean uno como el Padre y Él son Uno. Además de pedirle al Padre por la unidad, también rezó para que sean protegidos del maligno y consagrados en la verdad. Finalmente pidió por todos aquellos a los cuales los apóstoles les iban a predicar el Evangelio.

En esa misma cena de jueves santo, los apóstoles recibieron la ordenación sacerdotal y recibieron el Cuerpo y la Sangre de Dios hecho hombre. Sin embargo, ¿Qué sucedió cuando se fueron del cenáculo? Todos, absolutamente todos abandonaron a Jesús. ¡Ni bien salieron de la primera Misa! Habían sido consagrados sacerdotes, habían recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo por primera vez, el Señor había rezado por ellos, y sin embargo… Judas vende a Jesús por 30 monedas de plata, Pedro lo niega tres veces delante de una sirvienta, y en el momento de la pasión todos los apóstoles huyen y abandonan al divino maestro en las manos de sus verdugos. Al pie de la cruz, estaban la virgen María, las santas mujeres, y san Juan apóstol. Los otros 11 apóstoles lo abandonaron.

El Señor había estado tres años con ellos, habían visto sus obras, sus milagros, vieron inclusive la resurrección de muertos. También fueron imbuidos con la predicación de Jesucristo en todo momento y circunstancia. Sin embargo, parecería que nada de esto hubiese sido suficiente, ni la ordenación sacerdotal, ni la oración de Jesucristo, ni su Cuerpo y su Sangre, ni todo lo que los apóstoles habían vivido hasta ese momento. Los discípulos necesitaban ALGO MÁS para ser fieles a la misión que el Señor les había encomendado.

Hoy, en el día de Pentecostés, los apóstoles estaban reunidos en el cenáculo. Habían visto la resurrección de Jesucristo, su ascensión al cielo, pero no se animaban a salir a predicar en su nombre. Estaban atemorizados, temían que les sucediera lo mismo que a su maestro, tenían miedo del dolor y sufrimiento que podían causarles los enemigos de Dios. Pero luego del día de Pentecostés, los apóstoles salieron del cenáculo y predicaron valientemente el nombre de Jesucristo, con grandes frutos. De hecho, el primer día de predicación se hicieron cristianos unas 3000 personas.

Los mismos apóstoles que estaban encerrados, acobardados y atemorizados, salieron valientemente y sin titubear a decirle a todas las personas (inclusive a los mismos sumos sacerdotes judíos que habían crucificado al Señor) que Jesucristo era el único salvador del género humano. El mismísimo Pedro, quien lo había negado tres veces, no dudó en confesar el nombre del Señor delante de los más acérrimos enemigos del Evangelio.

Los apóstoles, quienes habían abandonado a Jesucristo en el momento de su pasión y muerte en la cruz, predicaron el Evangelio al punto que ellos mismos murieron mártires, derramando su sangre por Jesucristo. El poderosísimo imperio romano se convirtió al cristianismo por la predicación de estos pobres pescadores, quienes eran hombres sin instrucción (ellos no lo vieron porque ocurrió luego de tres siglos, pero sembraron la semilla). Nosotros podemos por un lado admirarnos y decir ¡wow! ¡qué diferencia! Es verdad, hubo un cambio.

Pero no fue producido por arte de magia, sino por una persona: el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo en nuestras vidas está bastante olvidado, pero tiene una importancia esencial para todos aquellos que buscan la verdadera santidad. En el día de Pentecostés, los apóstoles junto a la santísima Virgen María estaban reunidos en el cenáculo. En ese momento recibieron el Espíritu Santo. Ahí está la gran diferencia y la respuesta al cambio de los apóstoles. El Espíritu de Dios bajó a ellos bajo la forma de lenguas de fuego, ya que es un don que es recibido para hablar. ¿Hablar de quién? De Jesucristo y el Evangelio.

El fuego significa que los apóstoles debían predicar el nombre de Jesucristo con PASIÓN Y AMOR ARDIENTE. Ahora bien, hay que decir que los apóstoles no solamente recibieron el don del Espíritu Santo, sino que además fueron fieles a la gracia de Dios. El Espíritu les hizo perder todo miedo y todo temor, pero ellos decidieron salir a predicar el Evangelio libremente. Es decir, si la tercera persona de la Santísima Trinidad hubiese bajado hacia ellos, pero los apóstoles no hubiesen querido libremente predicar el nombre de Jesucristo, el imperio romano no se hubiese convertido al cristianismo.

El Espíritu Santo es el primer misionero, si Él no actúa nuestra misión es vana. Pero Dios quiere que nosotros colaboremos con la misión que Él realiza. Los apóstoles recibieron el Espíritu de Dios y FUERON FIELES A LA GRACIA RECIBIDA. Podemos preguntarnos si el Espíritu Santo sigue actuando hoy en día. La respuesta es positiva. Nosotros lo recibimos cuando recibimos el sacramento de la confirmación, los esposos lo reciben en el momento que se acercan al sacramento del matrimonio, los sacerdotes lo recibimos en el momento de la ordenación sacerdotal.

El imperio romano se convirtió al cristianismo, no por la predicación de los apóstoles sino por su gracia. Los apóstoles fueron fieles a la gracia del Espíritu, pero si Éste no actuaba, el imperio romano aún hoy en día sería pagano. Cada vez que alguien se convierte al cristianismo, es obra del Espíritu Santo.

Si un mártir muere por el nombre de Jesucristo, es el espíritu de Dios quien le da la gracia de no apostatar y sufrir pacientemente todo tipo de tormentos y torturas por la causa del Evangelio. La tercera persona de la Santísima Trinidad actúa permanentemente, siempre y cuando nosotros seamos fieles a su gracia.

Nosotros a Dios le pedimos tantas gracias, pero ¿nos acordamos de pedir el don del Espíritu Santo? Podemos decir que la tercera persona de la Santísima Trinidad está bastante abandonada por muchísimos cristianos que no se dan cuenta que sin Ella no pueden hacer absolutamente nada. Si no, veamos el ejemplo de los apóstoles: hasta que no recibieron el don del espíritu de Dios, estaban como pichones encerrados en su casa.

Nosotros, al igual que los apóstoles, debemos implorar día a día el Espíritu Santo para poder cumplir la misión que Dios nos ha encomendado a cada uno de nosotros. Si Dios nos pidió que formemos una familia, hay que pedirle al Señor el don del Espíritu Divino para superar las dificultades matrimoniales y ser fieles al esposo/esposa hasta la muerte. También los esposos deben pedir el Espíritu Santo para tener la fuerza de educar cristianamente a sus hijos en un mundo cristofóbico.

Si tenemos hijos o familiares alejados de Dios, debemos pedirle a la tercera persona de la Santísima Trinidad por su conversión. Si nosotros mismos necesitamos conversión, sea porque somos perezosos para ir a Misa o confesarnos, sea porque no rezamos ni nos acordamos de Dios aunque sea un poquito todos los días, debemos pedirle al Señor que el Espíritu Santo nos de la gracia de superar la pereza espiritual (que dicho sea de paso, la pereza espiritual es veneno para nuestra alma, debemos luchar contra ella).

Un cristiano está obligado a defender la fe católica y dar testimonio de ella delante de quienes no creen. Si somos cristianos tibios y no defendemos la fe católica contra los ataques de los enemigos de la fe, debemos pedir al Señor el don del Espíritu Divino, para perder el miedo y predicar el Evangelio aunque eso nos cueste la misma vida. Por último, si queremos salvarnos e ir al cielo, debemos pedirle a Jesucristo el don del Espíritu Santo, ya que nadie puede salvarse si Éste no le da gracia de perseverar hasta la muerte.

Si queremos salvarnos e ir al cielo, debemos pedir que la tercera persona de la Santísima Trinidad actúe en nosotros. No solamente debemos pedir el don del espíritu de Dios , sino que además debemos esforzarnos para ser fieles a las gracias que Éste nos da. Dios no niega el don del Espíritu Santo a quien lo pide con verdadera fe, pero a su vez, el Señor nos pide que nos esforcemos en ser fieles a las gracias recibidas y no entristecer con nuestros pecados a la tercera persona de la Santísima Trinidad que vive en nosotros. A la virgen María, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo y esposa del Espíritu Santo, le pedimos la gracia de que nuestra alma sea siempre templo del Espíritu Santo y templo de la Santísima Trinidad.